Pensar
Cuando pienso en las circunstancias que envuelven mi vida no sé qué responder. Porque si, la mayoría de las veces las planteo como cuestionamientos. Después, me identifico y me convierto en preguntas eternas. Así también me pasa con la mayoría de los lugares que visito, los cuales siempre tienen una historia que decirme pero que no está ahí, en ese momento. Es algo que debe ser preguntado, pensaba. Me equivoqué.
Yo sentí en el momento que el infierno me regresó las esperanzas de vivir. De vivir libre en las teclas de un piano o en las cuerdas de un bajo. Y, me hice música cuando escuchaba reír y llorar, cuando alguien me abrazaba, cuando alguien me besaba. Entonces, de esa forma pude conocer las miles de historias que nos envuelven a cada uno de nosotros. Bailaba la verdad en todas las formas posibles y mis movimientos se cruzaban con los ojos de un verdugo que me envolvía en un trance aún mayor, más sensitivo y más enérgico.
Si bien me ayudé con vicios que no pertenecían a mí, aquellos los hice míos después y, yo ayudé a que ellos sirvieran para el único propósito de mi vida: morir. Cuando escucho hablar de la iglesia se me retuerce el alma, precisamente porque a veces pienso que los fundamentos que sostienen son ciertos. Muchas otras veces creo que es una maldita porquería. Pero, al menos sé que el pensamiento está por encima de todas las cosas, inclusive del conocimiento. Y, ¿el sentir, qué pasa con el sentir?
Me gustaría dejar de sentir y convertirme en el cabello de una bella mujer la cual camine sobre miles de falos erectos, pechos de todos los tipos y nalgas, también. O, las manos de un hombre que acaricie miles de tetas firmes con suaves pezones y recorra las carreteras de su vida hasta llegar a su vagina y acariciarla, masturbarla. O ser unos labios que se acostaran en otros, en todas las pieles, también. Tal vez, me gustaría ser ojos que pudieran ver todo o lo poquito que podamos ver. O, corazón que siente y siente y palpita al ritmo de nuestras emociones, con nuestra jugosa capacidad para la visibilidad, para el posible enlazamiento de millones de situaciones que transcurren en el tiempo y en el espacio.
Alguna vez, escuché decir a un profesor de historia que muy pocos pueden escapar del tiempo histórico porque el simple hecho de ser, de estar, es formar parte de él. Precisamente, nosotros somos las partículas mínimas que conforman la futura construcción del hecho histórico. Pero, si nosotros somos esa mínima esencia deben existir otras tantas dentro de nosotros y así sucesivamente hasta el infinito.
Leibniz plantea un sistema de armonía preestablecida universal que está basado en las unidades infinitamente mínimas y máximas, en algunas verdades que no pueden ser negadas por su capacidad de racionales: las verdades de razón. Y, otras que podrían ser negadas por su supuesto estado de cambiantes: verdades de hecho. El profesor, hizo énfasis que muy pocos podían hacerlo: escapar del tiempo histórico. Cuando dijo aquello, una luz deslumbrante desarrolló en mí la sensación que las verdades no pueden ser infinitamente mínimas o máximas dada la capacidad del mundo para anomalías. Leibniz erró al igual que mi profesor y, sin embargo, me dieron la pauta para saber que el "ser" es esa anomalía que no puede ser explicada sino sentida. Y, cada esfuerzo inhumano de entender es lo que me convirtió finalmente en maldito, en indigno. No como aquellos grandes poetas sino como un humano común y corriente.
Me hice llamar a mí mismo Mefisto, introduje las llamas del mal en mi sangre, sustituyéndola. Dejé de creer, de confiar, de saber y quise solamente sentir. Me convertí en sensación pura, pasé las noches buscando alguien que me regresara la dulce sensación de ser feliz, de ser humano. La encontré, en unos cabellos alocados que subían como un globo de cantoya el cual se perdía en las nubes de mi razón. En una pequeña nariz penetrada por la cultura de mi ego la cual evocaba sensaciones. En su cara en la cual me podía reflejar como en un espejo y, a pesar de las diferencias obvias, saber que era yo. En cada parte de su cuerpo, el cual me hacía caminar descalzo sobre millones de diferentes superficies. A veces era caliente y otras frío. A veces sabía a té y otras era alcohol. Nunca fue vicio.
No tuve dudas, por fin la poesía me encontró. Yo estaba sentado en ese banquita donde veía a los pájaros comer y volar, ella caminó frente a ellos, las aves asustadas dieron vuelo entre luz y sombra, entre lluvia y sol. Me vio, tomé un trago de mi botella, me paré y caminé hasta ella. Un instante todo el mundo se congeló. Eso era poesía, una que nunca pude escribir en mis noches de búsqueda. Eso era sentir algo que no sabía sentir, eso era amor, era cariño y era todo lo que siempre quise conocer y no podía hacerlo.
Con suma dificultad le pregunté su nombre, me dijo, me sonrió para que ahora fuese yo el congelado. Seguí la plática y preguntó el mío. No supe qué decir. Porque para ella no era Hernán el que fui o en el que me convertí, tampoco era Mefisto. Recordé los miles de nombres que me puse, la mayoría de ellos haciendo referencia a los libros que alguna vez leí. Pero tampoco era ninguno de ellos. Entonces, se me vino la idea de decirle que saliera conmigo para que pudiera decirle mi nombre. Le expliqué la situación, pareció entender. Se alejó hacia un lado que nunca visité -anteriormente- del parque y quise seguirla; mejor propuse vernos ahí, donde nunca estuve anteriormente.
En los días previos a nuestro encuentro dejé a un lado las conquistas de los pueblos internos de los humanos, dejé de tomar y de drogarme. No trataba de hacer poesía ya. Al llegar el penúltimo día me pareció que el dejar algo por alguien era sumamente estúpido y que si realmente era ella quien fuese algún complemento mío, en cualquier sentido, debía de verme, aceptarme por cómo era. Después, me di cuenta de la falacia de mis argumentos. No sabía bien qué pensar. Detuve mi escritura. En aquel momento leí Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert. No era la novela más famosa de él. Pero, siempre me llamó la atención debido a ciertas historias que escuché acerca del método y procedimiento para crear tal obra: Flaubert estudió por tres años, gastando todo su dinero en libros para poder aprender lo suficiente como para sentir lo que sus personajes sentían. Aquellos dos hombre bobalicones que pretendieron en algún momento ser los mejores en todo y estudiar hasta no más poder, se parecían a mí. De cualquier forma que los viera, algo de ellos me recordaba a mí. También renunciaron a una vida indigna de burócratas en busca de sueños de libertad. Porque, al final lo único que querían era alejarse de esa nueva y aburrida ciudad parisina que la modernidad trajo consigo.
En ese sentido, era igual que Flaubert: toda mi persona había desaparecido entre los sueños rotos que tuve y que se plasmaron en miles de mis personajes; no eran tan diferentes, tal vez las edades sí, los físicos, etc. La esencia era la misma en mí y en cada uno de ellos. Me quedé atrapado en lo onírico de la literatura. ¿A quién le importa tal situación?
¡Nadie ama la literatura!, nadie ama realmente nada. Tal vez, en otras épocas hubo un amor intenso por ciertas cosas, pero para mis ojos, en esta época, no hay más amor verdadero.
Salí de mi casa, caminé alrededor de una hora sin rumbo fijo pero sí sabiendo qué quería hacer. Entré en una calle angosta cercana al centro de la ciudad, las luces, el griterío de los borrachos, el olor a sexo y orines me hablaban; seguí ciegamente sus instrucciones. Me metí en el primer bar que vi, las personas tenían un tono sombrío en sus rostros, como si una especie de sombra los envolviera en la oscuridad. Era como una señal que me dictaba el infierno. Era la señal la cual me permitía verificar a los que estaban quebrados por dentro. Para mi asombro, todos estaban así. A pesar de todo, nadie más podía verse como eran, todos ellos reían, jugaban, se besaban, imaginaban millones de posibilidades acerca de la relación que tendrían con la persona que estaba frente de ellos. La mayoría de esas posibilidades eran sexuales. Se veían señales de apareamiento no captadas por los hombres. Las mujeres en este sentido eran más agudas, aunque las señales masculinas eran más tontas, un poco burdas. Pero, esa misma sombra que me permitió ver por primera vez -lo que yo creí era el alma humana- y que se convirtió en la única señal que tengo de la existencia del infierno, también denotaba muy adentro, más adentro, en los bosques más oscuros de nuestros sueños, la ilusión de cada una de esas personas por ser felices, por amar, por creer, por morir.
Me sentaron en una mesa de la manera más ingrata, ésta estaba un poco escondida de la intensidad bacanal. Pedí una copa de vodka acompañada con agua mineral, también una cerveza. El mesero me cobró, como si fuera escaparme sin pagar, lo cual siendo como soy, me ofendió de gran manera. Eran cien pesos, el lugar era caro para mí. Saqué mi billetera, el dinero que me pedía y otros cincuenta pesos, los cuales se los di como propina, para quedar bien. Le dije que yo le daría buena propina si es que era "bueno" conmigo, que me atendiera mejor. Como si cincuenta pesos cambiaran el sin significado de su vida. Por supuesto, el hombre contestó que así lo haría y su manera cambió radicalmente hacia mi persona. Aunque, a lo largo de la noche no vi la diferencia entre darles algo o no, sólo bonitas palabras. Así como mi prostituida poesía en los oídos de los demás.
Una copa más y otra cerveza se convirtieron en muchas más de cada una. El rigor del alcohol comenzó a tomar posesión de mis instintos, era hora de actuar. Robar sueños, almas de aquellas personas que necesitaban ser salvadas de la desgracia de su existencia. Hacía un rato, un grupo de amigas que estaban casi enfrente de mí llamó mi atención: se tomaban fotos, se carcajeaban, rechazaban hombres que iban hacia ellas. En aquel grupo, había una mujer, tal vez la más nueva integrante de esa manada de lobas. La mujer era delgada, cabello largo y lacio, gran sonrisa y ojos redondos, muy penetrantes. Por un instante, mientras fingía divertirse, me volteó a ver. Fue como un segundo que se convirtió en una eternidad. Estaba decidido a ir a ese lugar, a pesar del porcentaje de error en aquella misión.
Se puede decir que aquellas mujeres eran guapas pero, en mí, aquellas situaciones -para ese momento- ya no me interesaban, había algo macabro, pérfido en sus ojos, como si también estuviese maldita. Lo que más me llamó la atención de ella y me hizo querer hablarle a como diera lugar. Un rato después llegaron algunos hombres a la mesa de estas mujeres; vestimentas normales, típicas preestablecidas por la colonización estética - mental, se sentaron en la misma mesa que ellas. En un principio creí era la misma acción que vi durante una hora: alguien llegaba, "bla bla bla", las mujeres los rechazaban y ellos se alejaban de la mesa, cabizbajos, con el trago casi tirándose al suelo de la vergüenza. Pero, cuando se abrazaron, se besaron, me di cuenta que se conocían. El más atractivo se sentó con aquella maldita, los porcentajes de éxito disminuían.
Después, como si estuvieran separados del mundo, comenzaron a hablar. Trataba de leerles los labios, indagar en sus vidas, así como hice muchos años atrás con muchas otras personas. Los demás, con falso respeto, no volteaban a verlos. La mujer se enrojeció a cada palabra. Para mí, eso también era una señal. Los pensamientos constantes me inundaban pero, al dar otro trago a mi alcohol, Satanás regresó de las tinieblas con su potente trino y me jaló hacia él.
Un sollozo acompañó la previa de algunas lágrimas. A mí mente vinieron algunos poemas de Efraín Huerta, me perdí entre sus letras. Ya para entonces, mi vulgar poesía estaba produciendo las palabras que le aliviarían sus penas La mujer volteó nuevamente hacia donde yo estaba, el peso de mi mirada ganó. Pero, por la vergüenza de la escena, desvió nuevamente su mirada. El hombre se dio cuenta, también me vio pero él con odio, sabía que que de cierta manera, yo tenía más empatía hacia su mujer. Siempre uno es más empático con un ser humano con el corazón roto que no sea allegado a nuestra vida. El hombre le tomó del brazo, los aires de la fiesta acompañados de intensos bits incrementaron la frecuencia de las palabras y del baile. Los acompañantes dijeron algo y se pararon; caminaron hasta la pista de baile y ahí se perdieron como si se tratara de un bosque muy oscuro.
No vi anteriormente que una luz acompañaba aquella mesa. En ese momento, la mesa sobresalió en brillantez ante todas las demás, tal vez fue la mujer. El hombre, desesperado, se levantó y cruzó más allá de aquella escena de sexo frustrado y baile. Me dio una mirada rápida. Era mi oportunidad.
Tomé valor y caminé hasta donde estaba la mesa de la mujer, algunos metros de mí. Me senté, ella se me quedó viendo sin decir una sola palabra, esperaba que primero yo dijera algo. Hasta ese momento, pensé innumerables veces cómo acercarme a ella pero cuando estuve frente a sus ojos, su sonrisa, su cabello, entendí que no podría decir nada. Un "hola" oscureció la presentación junto con una mala actuación de mi comportamiento. Cuando uno quiere robar alguna alma, no se trata acerca de actuar bien o engañar a alguien, se trata acerca de ser real, de dar lo que uno quita. En ese sentido, no tenía alma pero cada una de las personas a las cuales se las robé hicieron más fuerte mi deseo de seguir y la capacidad de entregar cachitos -de mi alma- a aquellos que les quitaba enteramente su ser. No fui real. La chica hizo un gesto de aburrición y me pidió que me retirara porque iba acompañada. El fracaso siempre me dolió. No aceptaba que no fuera bueno para alguien, de cualquier forma en la cual uno puede ser bueno para alguien. Entonces, recordé la cita del día siguiente. En realidad, estaba ahí porque no quería ir a ese lugar del parque donde nunca fui anteriormente. Para mí, eso era cambiar de alguna forma.
Recordé a esta mujer. De cierta manera, decidí ir al otro día, encontrarme con ella en ese lugar desconocido. Hice un ritual en mi cabeza, por algunos segundos. Esta mujer que estaba sentada junto a mí, en aquel bar, sería la última persona a la cual le haría todo aquello, eso pensé. Por algún momento, las personas dejaron de platicar, la música se apagó, todos estaban viéndome. La mujer quitó su rostro de angustia, el hombre con el cual estaba ella me aplaudió y animó para seguir con mi acto final.
Recité una poema, el mejor que hice hasta ese entonces. No recuerdo exactamente cómo era, salió de mis entrañas y se perdió entre los corazones y los ojos de los demás. La mujer se paró, me dio un abrazo, un beso y me invitó a la oscuridad. El hombre, como si estuviese flotando se alejó de mí. Aquella luz en la mesa se hizo más intensa, las demás se apagaron y solamente nos pudimos ver ella y yo. Le tomé de la mano, me acerqué frente a frente: "soy yo quien te invita a la oscuridad".- le dije. Sin voltear a verla, agarrando su mano, caminé lejos de la luz. Cada vez se hacía más chica aquella luz -y mientras más me alejaba, la música, los olores, los besos, las risas, los bailes incrementaban. No podía verlos pero sabía que estaban allí.
Silencio. No reconocí nada, no pude ver nada más. Una figura extraña se paró frente a mí. No era la mujer. El diablo me tendió una trampa. Hasta ese momento creí que pertenecía al infierno, lo declamaba abiertamente y me hice pasar por su servidor. Conforme me hice mejor, dije que era heredero al trono de Satanás. Pero, ahí estaba él, reclamando lealtad, quizá dándome el trono. No lo supe.
Unos pequeños labios me besaron, las manos más finas que sentí jamás comenzaron a desnudarme, yo ayudé con la proeza. La boca tomó las carreteras centrales de mi cuerpo, lamió mis sentidos. Yo hice lo mismo con la figura, pensaba que era la mujer. Tal vez, sí lo era. Los gemidos estaban presentes sin penetrar. Le hice el amor. Cogí con la oscuridad y me robé la última esencia que cupo dentro de mi cuerpo.
Sin embargo, a pesar de ganarle al infierno, mi mente y alma -tan fuerte como eran- se extinguieron, dejando un gran hoyo dentro de mí. Dejé de ser Hernán, aquel joven lleno de ilusiones, sueños, esperanza. Dejé de amar al prójimo, de amar a mi familia. Solamente, pensaba en hacer el mal, en destruir al mundo. Aunque sabía que no tenía fuerzas suficiente para tal, pude llevarme miles de almas hacia mí. Hice mi trabajo infernal. La oscuridad se hizo más densa, la mujer desapareció, las pocas almas que tuve hasta ese momento me rodearon como si estuvieran juzgando si era bueno para el puesto. ¡Pero claro que lo era!
El reloj marcó las 8 de la mañana, un pequeño rayo de luz alumbró mi cuarto, el ruido de la ciudad se hizo intenso: claxons, voces, gritos, comerciantes, metro, escuelas. El polvo se levantó y desapareció dentro de mi cuerpo. Era casi una casa abandonada, al menos de esperanza. No supe la hora de la cita con aquella mujer. Me preparé aunque no quise verme al espejo, seguramente, no me reconocería.
Un portazo dejó adentro todos mis deseos y caminé hasta el lugar donde nos encontraríamos. Estuve cinco horas esperando hasta que apareció su silueta a lo lejos. Se parecía a la mujer de la noche anterior, el miedo me comió pero fui valiente y antes de que llegara, entre al lugar del parque que nunca visité. Ella sonrió, no pude verla pero la sentí. Mientras el reloj marcaba el paso, ella se acercó más y más. Entró donde estaba yo. Nos sentamos, platicamos, nos besamos, estuvimos a punto de hacer el amor. Sin embargo, nos pareció más romántico hablar profundamente. Siempre estuve de acuerdo con ella. Al menos, eso era como una llamarada que se extingue en nuestras sensaciones y no en nuestra carne. Dieron las 8 de la noche, la ciudad comenzó a morir. La oscuridad tomó posesión del lugar. La mujer se paró, se despidió de mí. Al otro día, nos veríamos en el mismo lugar. ¿Qué importaba la hora? El esperarla me daba esperanza.
Tal vez, aún no pertenecía completamente allá. Fue hora de regresar.
Ahora que lo pienso, la historia me llamó, pero dentro de mí, no dejé de pensar en todo lo que hice para llegar hasta ese punto donde me consideré a mí mismo un escritor. Cuando llegué -a los bares o a las fiestas- a tratar de conquistar el corazón de los demás con poesía, que en muchos de los casos, carecía de profundidad y, más importante, de honestidad, me sentí en casa y bueno para ello.
Gracias a mi gran estilo o seguridad, me pareció que algunos le gustaron mis versos. Quizás, no era gracias a mí sino a la estupidez de los seres humanos, los cuales eran tan tontos que no alcanzaban a entender realmente ni a sentir lo que siempre traté de plasmar, quizás, lo más cierto, fue que yo no era tan bueno para escribir. ¿Quién sabe? Aunque, a pesar de todo, sigo creyendo que mi poesía es mediocre.
Dejé en una pequeña mesa de mi habitación, al lado de una botella de agua a medio terminar y una botella de vino cerrada, la vida de Bouvad y Pécuchet enterrada entre esos caracteres.
Tenía adónde regresar, qué hacer para poder esperar el día siguiente.
No regresé jamás, el alma del ser humano me consumió entre su oscuridad sin límites. Cuando fueron a buscarme solamente encontraron el libro. En el momento que alguien intentó tomarlo, un aironazo lo tiró, quedando debajo de la cama. El hombre -o la mujer- no quiso agacharse por el libro, dejándome entre el viento de mis recuerdos y los mares de sus almas.
Desaparecí del tiempo, del espacio, no fui más un sujeto histórico y, por fin, pude revolucionar al mundo.
Yo sentí en el momento que el infierno me regresó las esperanzas de vivir. De vivir libre en las teclas de un piano o en las cuerdas de un bajo. Y, me hice música cuando escuchaba reír y llorar, cuando alguien me abrazaba, cuando alguien me besaba. Entonces, de esa forma pude conocer las miles de historias que nos envuelven a cada uno de nosotros. Bailaba la verdad en todas las formas posibles y mis movimientos se cruzaban con los ojos de un verdugo que me envolvía en un trance aún mayor, más sensitivo y más enérgico.
Si bien me ayudé con vicios que no pertenecían a mí, aquellos los hice míos después y, yo ayudé a que ellos sirvieran para el único propósito de mi vida: morir. Cuando escucho hablar de la iglesia se me retuerce el alma, precisamente porque a veces pienso que los fundamentos que sostienen son ciertos. Muchas otras veces creo que es una maldita porquería. Pero, al menos sé que el pensamiento está por encima de todas las cosas, inclusive del conocimiento. Y, ¿el sentir, qué pasa con el sentir?
Me gustaría dejar de sentir y convertirme en el cabello de una bella mujer la cual camine sobre miles de falos erectos, pechos de todos los tipos y nalgas, también. O, las manos de un hombre que acaricie miles de tetas firmes con suaves pezones y recorra las carreteras de su vida hasta llegar a su vagina y acariciarla, masturbarla. O ser unos labios que se acostaran en otros, en todas las pieles, también. Tal vez, me gustaría ser ojos que pudieran ver todo o lo poquito que podamos ver. O, corazón que siente y siente y palpita al ritmo de nuestras emociones, con nuestra jugosa capacidad para la visibilidad, para el posible enlazamiento de millones de situaciones que transcurren en el tiempo y en el espacio.
Alguna vez, escuché decir a un profesor de historia que muy pocos pueden escapar del tiempo histórico porque el simple hecho de ser, de estar, es formar parte de él. Precisamente, nosotros somos las partículas mínimas que conforman la futura construcción del hecho histórico. Pero, si nosotros somos esa mínima esencia deben existir otras tantas dentro de nosotros y así sucesivamente hasta el infinito.
Leibniz plantea un sistema de armonía preestablecida universal que está basado en las unidades infinitamente mínimas y máximas, en algunas verdades que no pueden ser negadas por su capacidad de racionales: las verdades de razón. Y, otras que podrían ser negadas por su supuesto estado de cambiantes: verdades de hecho. El profesor, hizo énfasis que muy pocos podían hacerlo: escapar del tiempo histórico. Cuando dijo aquello, una luz deslumbrante desarrolló en mí la sensación que las verdades no pueden ser infinitamente mínimas o máximas dada la capacidad del mundo para anomalías. Leibniz erró al igual que mi profesor y, sin embargo, me dieron la pauta para saber que el "ser" es esa anomalía que no puede ser explicada sino sentida. Y, cada esfuerzo inhumano de entender es lo que me convirtió finalmente en maldito, en indigno. No como aquellos grandes poetas sino como un humano común y corriente.
Me hice llamar a mí mismo Mefisto, introduje las llamas del mal en mi sangre, sustituyéndola. Dejé de creer, de confiar, de saber y quise solamente sentir. Me convertí en sensación pura, pasé las noches buscando alguien que me regresara la dulce sensación de ser feliz, de ser humano. La encontré, en unos cabellos alocados que subían como un globo de cantoya el cual se perdía en las nubes de mi razón. En una pequeña nariz penetrada por la cultura de mi ego la cual evocaba sensaciones. En su cara en la cual me podía reflejar como en un espejo y, a pesar de las diferencias obvias, saber que era yo. En cada parte de su cuerpo, el cual me hacía caminar descalzo sobre millones de diferentes superficies. A veces era caliente y otras frío. A veces sabía a té y otras era alcohol. Nunca fue vicio.
No tuve dudas, por fin la poesía me encontró. Yo estaba sentado en ese banquita donde veía a los pájaros comer y volar, ella caminó frente a ellos, las aves asustadas dieron vuelo entre luz y sombra, entre lluvia y sol. Me vio, tomé un trago de mi botella, me paré y caminé hasta ella. Un instante todo el mundo se congeló. Eso era poesía, una que nunca pude escribir en mis noches de búsqueda. Eso era sentir algo que no sabía sentir, eso era amor, era cariño y era todo lo que siempre quise conocer y no podía hacerlo.
Con suma dificultad le pregunté su nombre, me dijo, me sonrió para que ahora fuese yo el congelado. Seguí la plática y preguntó el mío. No supe qué decir. Porque para ella no era Hernán el que fui o en el que me convertí, tampoco era Mefisto. Recordé los miles de nombres que me puse, la mayoría de ellos haciendo referencia a los libros que alguna vez leí. Pero tampoco era ninguno de ellos. Entonces, se me vino la idea de decirle que saliera conmigo para que pudiera decirle mi nombre. Le expliqué la situación, pareció entender. Se alejó hacia un lado que nunca visité -anteriormente- del parque y quise seguirla; mejor propuse vernos ahí, donde nunca estuve anteriormente.
En los días previos a nuestro encuentro dejé a un lado las conquistas de los pueblos internos de los humanos, dejé de tomar y de drogarme. No trataba de hacer poesía ya. Al llegar el penúltimo día me pareció que el dejar algo por alguien era sumamente estúpido y que si realmente era ella quien fuese algún complemento mío, en cualquier sentido, debía de verme, aceptarme por cómo era. Después, me di cuenta de la falacia de mis argumentos. No sabía bien qué pensar. Detuve mi escritura. En aquel momento leí Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert. No era la novela más famosa de él. Pero, siempre me llamó la atención debido a ciertas historias que escuché acerca del método y procedimiento para crear tal obra: Flaubert estudió por tres años, gastando todo su dinero en libros para poder aprender lo suficiente como para sentir lo que sus personajes sentían. Aquellos dos hombre bobalicones que pretendieron en algún momento ser los mejores en todo y estudiar hasta no más poder, se parecían a mí. De cualquier forma que los viera, algo de ellos me recordaba a mí. También renunciaron a una vida indigna de burócratas en busca de sueños de libertad. Porque, al final lo único que querían era alejarse de esa nueva y aburrida ciudad parisina que la modernidad trajo consigo.
En ese sentido, era igual que Flaubert: toda mi persona había desaparecido entre los sueños rotos que tuve y que se plasmaron en miles de mis personajes; no eran tan diferentes, tal vez las edades sí, los físicos, etc. La esencia era la misma en mí y en cada uno de ellos. Me quedé atrapado en lo onírico de la literatura. ¿A quién le importa tal situación?
¡Nadie ama la literatura!, nadie ama realmente nada. Tal vez, en otras épocas hubo un amor intenso por ciertas cosas, pero para mis ojos, en esta época, no hay más amor verdadero.
Salí de mi casa, caminé alrededor de una hora sin rumbo fijo pero sí sabiendo qué quería hacer. Entré en una calle angosta cercana al centro de la ciudad, las luces, el griterío de los borrachos, el olor a sexo y orines me hablaban; seguí ciegamente sus instrucciones. Me metí en el primer bar que vi, las personas tenían un tono sombrío en sus rostros, como si una especie de sombra los envolviera en la oscuridad. Era como una señal que me dictaba el infierno. Era la señal la cual me permitía verificar a los que estaban quebrados por dentro. Para mi asombro, todos estaban así. A pesar de todo, nadie más podía verse como eran, todos ellos reían, jugaban, se besaban, imaginaban millones de posibilidades acerca de la relación que tendrían con la persona que estaba frente de ellos. La mayoría de esas posibilidades eran sexuales. Se veían señales de apareamiento no captadas por los hombres. Las mujeres en este sentido eran más agudas, aunque las señales masculinas eran más tontas, un poco burdas. Pero, esa misma sombra que me permitió ver por primera vez -lo que yo creí era el alma humana- y que se convirtió en la única señal que tengo de la existencia del infierno, también denotaba muy adentro, más adentro, en los bosques más oscuros de nuestros sueños, la ilusión de cada una de esas personas por ser felices, por amar, por creer, por morir.
Me sentaron en una mesa de la manera más ingrata, ésta estaba un poco escondida de la intensidad bacanal. Pedí una copa de vodka acompañada con agua mineral, también una cerveza. El mesero me cobró, como si fuera escaparme sin pagar, lo cual siendo como soy, me ofendió de gran manera. Eran cien pesos, el lugar era caro para mí. Saqué mi billetera, el dinero que me pedía y otros cincuenta pesos, los cuales se los di como propina, para quedar bien. Le dije que yo le daría buena propina si es que era "bueno" conmigo, que me atendiera mejor. Como si cincuenta pesos cambiaran el sin significado de su vida. Por supuesto, el hombre contestó que así lo haría y su manera cambió radicalmente hacia mi persona. Aunque, a lo largo de la noche no vi la diferencia entre darles algo o no, sólo bonitas palabras. Así como mi prostituida poesía en los oídos de los demás.
Una copa más y otra cerveza se convirtieron en muchas más de cada una. El rigor del alcohol comenzó a tomar posesión de mis instintos, era hora de actuar. Robar sueños, almas de aquellas personas que necesitaban ser salvadas de la desgracia de su existencia. Hacía un rato, un grupo de amigas que estaban casi enfrente de mí llamó mi atención: se tomaban fotos, se carcajeaban, rechazaban hombres que iban hacia ellas. En aquel grupo, había una mujer, tal vez la más nueva integrante de esa manada de lobas. La mujer era delgada, cabello largo y lacio, gran sonrisa y ojos redondos, muy penetrantes. Por un instante, mientras fingía divertirse, me volteó a ver. Fue como un segundo que se convirtió en una eternidad. Estaba decidido a ir a ese lugar, a pesar del porcentaje de error en aquella misión.
Se puede decir que aquellas mujeres eran guapas pero, en mí, aquellas situaciones -para ese momento- ya no me interesaban, había algo macabro, pérfido en sus ojos, como si también estuviese maldita. Lo que más me llamó la atención de ella y me hizo querer hablarle a como diera lugar. Un rato después llegaron algunos hombres a la mesa de estas mujeres; vestimentas normales, típicas preestablecidas por la colonización estética - mental, se sentaron en la misma mesa que ellas. En un principio creí era la misma acción que vi durante una hora: alguien llegaba, "bla bla bla", las mujeres los rechazaban y ellos se alejaban de la mesa, cabizbajos, con el trago casi tirándose al suelo de la vergüenza. Pero, cuando se abrazaron, se besaron, me di cuenta que se conocían. El más atractivo se sentó con aquella maldita, los porcentajes de éxito disminuían.
Después, como si estuvieran separados del mundo, comenzaron a hablar. Trataba de leerles los labios, indagar en sus vidas, así como hice muchos años atrás con muchas otras personas. Los demás, con falso respeto, no volteaban a verlos. La mujer se enrojeció a cada palabra. Para mí, eso también era una señal. Los pensamientos constantes me inundaban pero, al dar otro trago a mi alcohol, Satanás regresó de las tinieblas con su potente trino y me jaló hacia él.
Un sollozo acompañó la previa de algunas lágrimas. A mí mente vinieron algunos poemas de Efraín Huerta, me perdí entre sus letras. Ya para entonces, mi vulgar poesía estaba produciendo las palabras que le aliviarían sus penas La mujer volteó nuevamente hacia donde yo estaba, el peso de mi mirada ganó. Pero, por la vergüenza de la escena, desvió nuevamente su mirada. El hombre se dio cuenta, también me vio pero él con odio, sabía que que de cierta manera, yo tenía más empatía hacia su mujer. Siempre uno es más empático con un ser humano con el corazón roto que no sea allegado a nuestra vida. El hombre le tomó del brazo, los aires de la fiesta acompañados de intensos bits incrementaron la frecuencia de las palabras y del baile. Los acompañantes dijeron algo y se pararon; caminaron hasta la pista de baile y ahí se perdieron como si se tratara de un bosque muy oscuro.
No vi anteriormente que una luz acompañaba aquella mesa. En ese momento, la mesa sobresalió en brillantez ante todas las demás, tal vez fue la mujer. El hombre, desesperado, se levantó y cruzó más allá de aquella escena de sexo frustrado y baile. Me dio una mirada rápida. Era mi oportunidad.
Tomé valor y caminé hasta donde estaba la mesa de la mujer, algunos metros de mí. Me senté, ella se me quedó viendo sin decir una sola palabra, esperaba que primero yo dijera algo. Hasta ese momento, pensé innumerables veces cómo acercarme a ella pero cuando estuve frente a sus ojos, su sonrisa, su cabello, entendí que no podría decir nada. Un "hola" oscureció la presentación junto con una mala actuación de mi comportamiento. Cuando uno quiere robar alguna alma, no se trata acerca de actuar bien o engañar a alguien, se trata acerca de ser real, de dar lo que uno quita. En ese sentido, no tenía alma pero cada una de las personas a las cuales se las robé hicieron más fuerte mi deseo de seguir y la capacidad de entregar cachitos -de mi alma- a aquellos que les quitaba enteramente su ser. No fui real. La chica hizo un gesto de aburrición y me pidió que me retirara porque iba acompañada. El fracaso siempre me dolió. No aceptaba que no fuera bueno para alguien, de cualquier forma en la cual uno puede ser bueno para alguien. Entonces, recordé la cita del día siguiente. En realidad, estaba ahí porque no quería ir a ese lugar del parque donde nunca fui anteriormente. Para mí, eso era cambiar de alguna forma.
Recordé a esta mujer. De cierta manera, decidí ir al otro día, encontrarme con ella en ese lugar desconocido. Hice un ritual en mi cabeza, por algunos segundos. Esta mujer que estaba sentada junto a mí, en aquel bar, sería la última persona a la cual le haría todo aquello, eso pensé. Por algún momento, las personas dejaron de platicar, la música se apagó, todos estaban viéndome. La mujer quitó su rostro de angustia, el hombre con el cual estaba ella me aplaudió y animó para seguir con mi acto final.
Recité una poema, el mejor que hice hasta ese entonces. No recuerdo exactamente cómo era, salió de mis entrañas y se perdió entre los corazones y los ojos de los demás. La mujer se paró, me dio un abrazo, un beso y me invitó a la oscuridad. El hombre, como si estuviese flotando se alejó de mí. Aquella luz en la mesa se hizo más intensa, las demás se apagaron y solamente nos pudimos ver ella y yo. Le tomé de la mano, me acerqué frente a frente: "soy yo quien te invita a la oscuridad".- le dije. Sin voltear a verla, agarrando su mano, caminé lejos de la luz. Cada vez se hacía más chica aquella luz -y mientras más me alejaba, la música, los olores, los besos, las risas, los bailes incrementaban. No podía verlos pero sabía que estaban allí.
Silencio. No reconocí nada, no pude ver nada más. Una figura extraña se paró frente a mí. No era la mujer. El diablo me tendió una trampa. Hasta ese momento creí que pertenecía al infierno, lo declamaba abiertamente y me hice pasar por su servidor. Conforme me hice mejor, dije que era heredero al trono de Satanás. Pero, ahí estaba él, reclamando lealtad, quizá dándome el trono. No lo supe.
Unos pequeños labios me besaron, las manos más finas que sentí jamás comenzaron a desnudarme, yo ayudé con la proeza. La boca tomó las carreteras centrales de mi cuerpo, lamió mis sentidos. Yo hice lo mismo con la figura, pensaba que era la mujer. Tal vez, sí lo era. Los gemidos estaban presentes sin penetrar. Le hice el amor. Cogí con la oscuridad y me robé la última esencia que cupo dentro de mi cuerpo.
Sin embargo, a pesar de ganarle al infierno, mi mente y alma -tan fuerte como eran- se extinguieron, dejando un gran hoyo dentro de mí. Dejé de ser Hernán, aquel joven lleno de ilusiones, sueños, esperanza. Dejé de amar al prójimo, de amar a mi familia. Solamente, pensaba en hacer el mal, en destruir al mundo. Aunque sabía que no tenía fuerzas suficiente para tal, pude llevarme miles de almas hacia mí. Hice mi trabajo infernal. La oscuridad se hizo más densa, la mujer desapareció, las pocas almas que tuve hasta ese momento me rodearon como si estuvieran juzgando si era bueno para el puesto. ¡Pero claro que lo era!
El reloj marcó las 8 de la mañana, un pequeño rayo de luz alumbró mi cuarto, el ruido de la ciudad se hizo intenso: claxons, voces, gritos, comerciantes, metro, escuelas. El polvo se levantó y desapareció dentro de mi cuerpo. Era casi una casa abandonada, al menos de esperanza. No supe la hora de la cita con aquella mujer. Me preparé aunque no quise verme al espejo, seguramente, no me reconocería.
Un portazo dejó adentro todos mis deseos y caminé hasta el lugar donde nos encontraríamos. Estuve cinco horas esperando hasta que apareció su silueta a lo lejos. Se parecía a la mujer de la noche anterior, el miedo me comió pero fui valiente y antes de que llegara, entre al lugar del parque que nunca visité. Ella sonrió, no pude verla pero la sentí. Mientras el reloj marcaba el paso, ella se acercó más y más. Entró donde estaba yo. Nos sentamos, platicamos, nos besamos, estuvimos a punto de hacer el amor. Sin embargo, nos pareció más romántico hablar profundamente. Siempre estuve de acuerdo con ella. Al menos, eso era como una llamarada que se extingue en nuestras sensaciones y no en nuestra carne. Dieron las 8 de la noche, la ciudad comenzó a morir. La oscuridad tomó posesión del lugar. La mujer se paró, se despidió de mí. Al otro día, nos veríamos en el mismo lugar. ¿Qué importaba la hora? El esperarla me daba esperanza.
Tal vez, aún no pertenecía completamente allá. Fue hora de regresar.
Ahora que lo pienso, la historia me llamó, pero dentro de mí, no dejé de pensar en todo lo que hice para llegar hasta ese punto donde me consideré a mí mismo un escritor. Cuando llegué -a los bares o a las fiestas- a tratar de conquistar el corazón de los demás con poesía, que en muchos de los casos, carecía de profundidad y, más importante, de honestidad, me sentí en casa y bueno para ello.
Gracias a mi gran estilo o seguridad, me pareció que algunos le gustaron mis versos. Quizás, no era gracias a mí sino a la estupidez de los seres humanos, los cuales eran tan tontos que no alcanzaban a entender realmente ni a sentir lo que siempre traté de plasmar, quizás, lo más cierto, fue que yo no era tan bueno para escribir. ¿Quién sabe? Aunque, a pesar de todo, sigo creyendo que mi poesía es mediocre.
Dejé en una pequeña mesa de mi habitación, al lado de una botella de agua a medio terminar y una botella de vino cerrada, la vida de Bouvad y Pécuchet enterrada entre esos caracteres.
Tenía adónde regresar, qué hacer para poder esperar el día siguiente.
No regresé jamás, el alma del ser humano me consumió entre su oscuridad sin límites. Cuando fueron a buscarme solamente encontraron el libro. En el momento que alguien intentó tomarlo, un aironazo lo tiró, quedando debajo de la cama. El hombre -o la mujer- no quiso agacharse por el libro, dejándome entre el viento de mis recuerdos y los mares de sus almas.
Desaparecí del tiempo, del espacio, no fui más un sujeto histórico y, por fin, pude revolucionar al mundo.
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