Te recuerdo antes de que fueras un montón de sal
Recuerdo tus brazos arropando mi cuerpo
en la cama que compartimos noche tras noche,
una mirada y un beso, luego ausencia,
distancia y enojo. Nuestro enojo por existir,
por tener esa vida que tuviste como mujer.
Atada a un hijo y no a tus sueños de mejorar
la vida que vivimos juntos.
Criados de burgueses, atentos y con
máscaras, incapaces de despertar nuestras
emociones frente a otros.
Vivales ante los agresiones del otro,
de los jefes que nos observan
y nos recuerdan que no es nuestra casa.
Pero tu mirada es cálida y tu comida
-serena. Ambos creímos,
falsamente, en que podíamos mejorar
nuestra existencia.
Recuerdo cuando me esperabas en
la entrada de la puerta verde, inerte, rígida
con la mirada que presumías
era suficiente para controlarme.
Es nuestra educación, pensabas.
La humildad de tu presencia, escondiendo
tus miedos a las humillaciones que
viviste de niña. La casa del árbol y
las muñecas que recuerdas nunca tuviste.
Tu madre planchando mientras
te escondía debajo del burro,
cuidando que no molestaras a los patrones.
A los ocho años, siendo una niña,
comenzaste a trabajar. Desde entonces,
orgullosa y simpática, potente y capaz,
con voluntad. Esperando en la puerta por
tu hijo, aquel elegido dentro de nuestra
familia. También orgulloso y con la vida
detenida, esperanzado que su rapidez
de mente le pueda ayudar.
Un té y la copa de los árboles moviéndose
por el viento frío del sur de la ciudad.
La noche, el aire y tu dulce voz. Tus pasos y el sonido
de la puerta abriendo -que advierte tu presencia.
Tus manos tocándose los dedos nerviosamente.
Tu dolor.
De existir en un mundo como éste, el dolor,
de tener que despertar.
Los sueños que enterraste en el jardín
de la casa grande.
Son las diez de la noche, es hora de cenar.
Mientras esté con vida, como decía Pessoa,
tú estarás conmigo, acompañando mi abultado
y viejo corazón. Nos sentáremos como en aquellos
tiempos. Cocinarás para mí, luego lavaré
los trastes, como todas las noches.
E iremos a dormir.
El canto de los canarios anuncia que el frío
ha llegado. El invierno, por fin, está cerca.
Un día se acaba, la noche ha de llegar.
Otro año y tú aún con vida.
Otra vida se aproxima, una donde no estás.
¿Qué he de hacer yo sin ti?
Este mundo que aborrezco me seduce
con los caminos de terracería y las promesas
de la razón instrumental.
Mi caminar se acelera, tú comienzas a agotarte.
Un jadeo incesante me anuncia que no puedes
caminar al mismo ritmo que yo.
Pero no te dejaré atrás.
En los libros que tanto amo aprendí que
el cuidar de quien amas es lo único
por lo que vale la pena vivir.
Mi cuerpo viejo, olvidado por la poesía juvenil.
Nuestras manos se enlazan y nuestros cuerpos
se funden en un abrazo eterno. Uno que ha de durar
a pesar de nuestra ausencia.
Te recuerdo como una mujer alegre, altiva,
viva y capaz. ¿Por qué has de morir?
Te recuerdo antes de que fueras un montón de sal.
La niña riente que rara vez obedecía,
que descubrió una amiga en otra clase social,
la mujer alegre que nunca se casó,
la feliz mujer que amó a su terrible ciudad.
Lluvias compasivas diluyen nuestros recuerdos y
llego, como tú, aún desobediente, a casa, donde
me esperas en la puerta de la entrada.
Estamos juntos. Estoy a tu lado.
No tengas miedo, mamá.
Todos hemos de morir.
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