El recuerdo de una pieza musical.

Recuerdo la primavera. Dos ojos pérfidos posando en las notas perfectas de pájaros y de sentimientos.  También, recuerdo la vez que llovió. Hacía meses que no llovía. Los carros frenaban su ritmo constante, así como como mi cuerpo se frenaba al querer correr lo más rápido posible. 

Temía caer.

No caí, seguí al son de las gotas y después me acompañó una dulce paloma que me llevó más rápido entre ríos y ríos de música bien concebida. No tenía miedo aunque la lluvia tapase el sol. Supongo, uno se acostumbra a no tener miedo y tenerlo. 

Recuerdo, también, cuando hacía frío y todo ser se escondió entre los dulces brazos de otro. Y, ese otro me provocó conmoción. Lo veía frío, pérfido. Pero, la morbosidad de etiquetar mis sensaciones me dio un tranquilizante en letras, en pasión, en vida misma. 

No temí. La muerte. Recuerdo la vez que moriste, el sol amaneció entre una bandera que entre risas y gritos brindaba ilusión de libertad. Todos gritaban viva, yo había gritado vida. Y, tú moriste. No tenía frío, no tenía calor, no tenía esperanza. 

Recuerdo cuando pediste despedirnos. ¿Despedirnos por qué?
Un beso en tu mejilla y un sollozo derramando una lágrima en la mía. Decían que cuando uno ama se lucha por ese amor. La colonización de mi mente lo creyó. Yo te amaba y quise luchar contra la muerte y todo su séquito de seguidores -todos nosotros.  Me vi inerte, sin sentido e incapaz de luchar contra lo inevitable. 

Recuerdo que soñaste con el cielo. Tal vez, te creías pájaro o tal vez sí creías en Dios. Siempre me pregunté si considerabas verme de nuevo. Si el gran azul de tus sueños rotos seguirían viéndose hacia el horizonte. 

Un camino largo. Un pasillo. Luego, unas escaleras. En este sentido, ¿qué importa hacia dónde iban o si subían o si bajaban?

Pero yo bajé. Tal vez, es eso la metáfora perfecta del seguir con vida, de tu muerte. Bajé de la nube que eclipsaba todos lo soles y seguí con vida. A veces me arrepiento. A veces soy feliz. A veces. 
Después, una lágrima se convirtió en una tormenta de emociones, de tristeza y de debilidad. Lloré por todos los muertos, ante el tiempo que no pude parar. 

Corrí lejos, con música en mis oídos pero tu voz en mi cabeza. La música era tu voz. Cada kilómetro era alejarme de ti y darle la espalda al glorioso horizonte que te plasmaba entre montañas y árboles, entre edificios y smog. 

Ahora mira. Corrí tan fuerte, tan rápido del dolor de ti que ahora no hay luz. Llegué a los dominios del infierno, donde me sentí bien. Ahí me senté sobre una cruz, a la derecha de verdadero padre. Le juré lealtad cuando dejé de llorar. Eso fue lo que le pedí a cambio, dejar de llorar. Me regaló pasión, dureza. Se secaron mis lágrimas y seguí llorando de otra formas. 

Si rompí la lealtad de mí mismo, también la del infierno. Era obvio. Lo necesitaba y traté de conquistarlo entre las tinieblas de todos los súbditos. Entre el sollozo y la felicidad de todos los humanos. Sus sonrisas o sus muecas o sus vidas o sus muertes. 

Sus recuerdos.


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